En nuestro país, pensar en chicle es pensar en horóscopos delirantes y aventuras de un pibe con parche en el ojo. ¿Qué se esconde detrás del ícono del kiosco nacional?
Aunque hoy es frecuente viajar y encontrar en los kioscos de distintos países muchas de las golosinas que uno tiene en cualquier esquina del barrio, la globalización de los caramelos, pastillas y dulces es un fenómeno relativamente reciente. Existe, sin embargo, un producto pionero en el cruce de fronteras: los chicles Bazooka. Nacidos en los Estados Unidos en 1947, y bautizados insólitamente por el arma que se popularizó en la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en un símbolo global de infancia y diversión, con una goma muy sabrosa y duradera que traía de yapa pequeños cómics que fueron, para muchas generaciones, una de los primeros acercamientos a la lectura. La Argentina fue uno de los primeros países que tuvo sus propios Bazooka pero su llegada no fue fácil: es el fruto del esfuerzo y ambición de un incansable pionero en la industria.
Todo comenzó en 1928, muchos años antes de que Joe Bazooka comenzara sus aventuras, cuando los Stanislavsky tuvieron a Arnoldo, su primer hijo, que se crió entre dulces y golosinas en San Telmo, mientras su padre Alejandro replicaba en el país el oficio que había conocido en su Ucrania natal: la fabricación de caramelos caseros. Había llegado al país una década antes, escapando de los horrores de la hambruna y la segregación, y con el tiempo logró tener una modesta fábrica.
“Cuando niñito, yo acostumbraba a robarle caramelos del ropero a mi abuelo, donde atesoraba las muestras del extranjero que conseguía para duplicarlas”, recuerda Arnoldo. A pesar de que quería ser abogado, la sangre tiró más y a los 17 años dejó los estudios universitarios para dedicarse de lleno a la empresa familiar.
“En los primeros años de industrial hice de todo: facturación, contabilidad, administración general; manejé camiones, entregaba mercadería, conocía íntimamente las máquinas, controlaba la producción y hasta me quemé las manos fabricando caramelos”, explica. Fue así que su figura creció entre los empleados, quienes lo respetaban por haberlo conocido trabajando a la par, pero su sueño no era dirigir la fábrica de su padre, sino transformarla y volverla líder en el rubro. El camino para conseguir ese objetivo tenía un único obstáculo: su padre, justamente.
Alejandro se oponía a todas las decisiones de su hijo e incluso lo desautorizaba en frente de todos. La oportunidad de cambiar llegó de manera inesperada: “Mi viejo sufrió un infarto que lo tuvo tres meses en la casa. Cuando volvió, no reconoció la fábrica. Me endeudé por primera vez, él me quería matar. Nunca supo ni quiso pedir dinero, le tenía miedo a las deudas. Me resultaba muy difícil negociar con él. Era claro que no había lugar para los dos en la empresa. Vi la oportunidad y me la jugué”, relata. Su plan era que la fabricación de golosinas Stani dejase de ser una tarea artesanal y pasara a la etapa de producción industrial. Y lo que “A. Stanislavsky Hnos y Compañía” necesitaba para dar el salto final era lograr un megaéxito. La clave estaba en los chicles.
EL ROLLS ROYCE DE LOS CHICLES
En el año 1954, Stani fabricaba unos chicles muy simples, goma de mascar azucarada con esencia de frutas y empaque manual. En esa época llegó al mercado americano un chicle hecho por Fleers llamado Double Bubble. “Era un chicle bien cortadito, rectangular, tipo terrón de azúcar pero con un sabor a medicamento que nunca podría gustar en la Argentina. Suerte que mandaron con ese sabor, porque si hubiese sido frutal… otra hubiese sido la suerte de Bazooka”. Los Bazooka que estaban en circulación eran los originales de Estados Unidos, que llegaban de contrabando. Desde que lo probó, Arnoldo supo que ése era el camino del éxito: “Para el que hacía un chicle básico como el de Stani, pensar en Bazooka era como soñar con fabricar un Rolls Royce siendo fabricante de bicicletas. Yo igual soñaba”.
Un día, miró en su paquete que el fabricante era una marca llamada Topps y comenzó a investigar. Consiguió el contacto del presidente de la compañía. Y así, con 27 años y sin saber una palabra de inglés, Arnoldo voló durante un día y medio en un DC4 para llegar de Buenos Aires a Nueva York.
En la Gran Manzana conoció a Joseph Shorin, presidente de Topps y la figura que marcaría su vida, de un modo mucho más profundo y positivo en comparación a su padre. Shorin había forjado un imperio desde sus bases pero no había perdido el gusto por los desafíos. Por eso recibió a un joven entusiasta de un país del que nunca había oído hablar y lo paseó por su fábrica. Arnoldo le prometió que llevaría a Bazooka hasta sus lejanas tierras. Sin embargo, en Buenos Aires las cosas no parecían tan fáciles. Alejandro estaba en contra de pagar regalías por un producto que podía ser copiado sin problemas. El heredero, en cambio, había comprendido que para cumplir su sueño debía aprender todo lo que pudiera de su nuevo padrino. Durante un año estudió inglés a escondidas y regresó a Nueva York, donde ultimó detalles para la firma del contrato que establecería el vínculo del gigante y los argentinos. No era una tarea fácil, ya que el único abogado que consiguió para asesorarlo desaconsejó por completo el acuerdo. “Este contrato es una locura. No vas a poder importar maquinarias, goma o esencias… no vas a llegar a fabricar la primera caja de Bazooka”, le dijo el Dr. Enrique Abramovich. No exageraba: el régimen importador impedía llevar goma base a la Argentina, ya que Chiclets Adams tenía la cuota completa del nomenclador aduanero, y el Instituto Nacional de Tecnología Industrial vedaba toda maquinaria norteamericana.
Sin embargo, Alejandro y Shorin firmaron el papel que estipulaba un piso de royalty de 10.000 dólares anuales, se produjera o no el chicle. Fue entonces que comenzó la odisea para poder llevar adelante lo que ese papel permitía. Tuvo que convencer al Banco Central para otorgar préstamos para maquinaria en condiciones únicas, pagaderas a diez años; se puso al frente de un equipo que creó una impresora que pudiera imprimir la marca de manera que cada logo cayera exactamente en el lugar que le correspondía en el envoltorio del chicle y logró el permiso para importar maquinaria.
Tras luchas contra viento y marea, en 1958 Bazooka llegó a la calle. El chicle terminó siendo superior que el original, con un blending de gomas que lo volvieron más suave y resistente, con un sabor pensado para el paladar argentino. En los kioscos se debió enfrentar a Plop, el líder indiscutido. Para eso aplicaron campañas de marketing que Arnoldo conoció en Estados Unidos, como regalar utensilios de cocina a los kiosqueros con cada caja, y una campaña de publicidad con personajes creados por Manuel García Ferrer.
Fuente: https://www.diarioel9dejulio.com.ar/noticia/62320
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